Bienvenid@ a Apoptosis

Apoptosis nació hace unos años como un libro inspirado en el género 'Z'. Así, desde hace poco tiepmo, decidí ir posteando poco a poco el libro con la simple y única idea de entretener a cualquiera que pase por aquí e intentar dar una buena impresión. Comentarios, opiniones e incluso cambios de ciertas partes del argumento son cosillas que gustosamente acogería para la mejora del sitio.
¡Espero que os guste!




jueves, 31 de marzo de 2011

(XXVII) Diciembre. Orgullo y condena.

Diciembre. Orgullo y condena.

-Ni idea, Carl – seguía miraba al suelo – el chico que vino anoche mientras dormías estaba herido. Pero no muerto… Pero la enfermera se ha vuelto a levantar con una herida mortal. Y en mucho menos tiempo que lo que tardó este. Y el del laboratorio… Tenía rasgada la cara y un cargador entero en el cuerpo. Es imposible que pudiera vivir. Y lo hacía.
-¿Crees que son muertos? – preguntó.
-Yo qué sé, tío… Si me hicieras esta pregunta hace una semana te llamaría loco. Pero es lo que parecen…
Nuestra conversación fue interrumpida por los médicos, que nos dijeron que iban a evacuar todo el edificio. Habían llamado a los servicios de emergencia y no tardarían en llegar. En la calle, entre la pequeña multitud, observábamos todos expectantes la llegada de varios coches de policía y una ambulancia. Un total de cuatro agentes entraron en el centro. Había tal silencio que se podía apreciar el sonido de los golpetazos que esas cosas daban en la puerta. Al cabo de unos minutos, se oyeron varios disparos. Tras esto… nada.
Los tres policías restantes que quedaban entraron también dentro, sin saber lo que se iban a encontrar. No tenían ni idea de lo que pasaba. Ni siquiera sabían si eran un par de locos o un par de criminales. Esa gente hacía su trabajo.
No avanzaron mucho por el interior del edificio, pues salieron en seguida todos los policías que entraron menos uno. Estaban sudorosos. Dos de ellos manchados de sangre reseca. Nerviosos. Uno de ellos, abandonando el grupo, se dirigió al coche e informó por radio que había un muerto y un herido.
-¡Llevad a Bill a la ambulancia y que le trasladen de inmediato!
El médico encargado de dirigir el centro fue corriendo a hablar con el jefe de patrulla.
-¿Qué ha ocurrido ahí dentro?
-Si se lo digo, no me creería.
-Yo creo que sí – afirmó.
Serio y con la mano derecha rascando la zona de la nuca, le contó que comenzaron a disparar contra ellos sin surtir efecto, hasta que dieron en la cabeza, donde cayeron en seco al suelo. Una de esas cosas se abalanzó contra el primero del grupo y le mordió el cuello, desgarrándole casi la mitad. El resto se podía prever. Murió en poco tiempo. Bill, según contó, tuvo ‘más suerte’ y sólo recibió un arañazo en la cara, al intentar esquivar un manotazo.
El agente no podía explicarse nada. Estaba sudando, impresionado ante lo que había visto. A mí me volvió a recorrer un sudor frío por el cuerpo mientras Carl, en un intento desesperado, corrió hacia los médicos de la ambulancia para impedir que se llevasen al herido. Las explicaciones, sin sentido ante los oídos y mirada de los graduados y conductores, entraban por un oído y salía por otro. El médico que le cosió el brazo (lamento no recordar su nombre) interrumpió la conversación que tenía y corrió hacia Carl para corroborar ante el resto lo que había dicho. Mas la ley era la ley, y esa gente tenía que cumplir con su obligación, según explicaban. El jefe de patrulla se acercó a ellos y, ayudando a cerrar las puertas de la ambulancia con fuerza y cierto tono de poderío, ordenó que llevasen a su hombre a un hospital para que fuese curado y recibiera tratamiento. “No voy a arriesgarme a perder otro compañero por tonterías”, aclaró.
El lugar fue rodeado por un cordón policial. Carl, volviendo hacia mí, me sugirió que saliéramos de aquel sitio  lo antes posible. No le hizo falta decírmelo dos veces, así que, mientras que existía todavía algo de bullicio, decidimos largarnos. ¿A dónde? No lo sabíamos. Pero eso sí: lejos.
Mientras caminábamos por una calle, el sonido de la ambulancia permitía dibujar con el oído el recorrido que hacía.

martes, 29 de marzo de 2011

(XXVI) Diciembre. Malos recuerdos.

Malos Recuerdos

-Ya basta, Carl, tenemos problemas – le giré la cabeza para que se despertara por sí mismo.
Efectivamente, el resultado fue inmediato. Dio un tumbo y de la fuerza me echó hacia atrás con su brazo derecho. Lamentándose gestualmente, se puso en pie y se acercó rodeando la cama.
-Joder, tío, ya están aquí…
-¿A qué se refiere? – preguntó el doctor asustado sin perder de vista el cuerpo tambaleante.
-James y yo vimos uno en Nome. Vimos también una persona herida, pero no era como esa cosa… - afirmó nervioso.
-Este – jadeaba por los nervios – vino herido y le intervenimos hace poco tiempo. Evolucionó favorablemente, pero… no sé qué le ha pasado…
-Creo que deberíamos salir de aquí – interrumpí.
-Sí – confirmó mi amigo – cojamos a la chica y saquémosla de aquí.
-¡Ni hablar! – se negó rotundamente el médico – si esa persona venía herida de una clara mordedura, con seguridad la enfermedad que traía se ha pasado a Nicole.
-¿Estás loco? – le gritó Carl a la cara - ¿y si no es así? No podemos arriesgarnos, parece mentira que tenga que decirlo yo, ¡joder!
Entre discordias y desentendimientos, los brazos de la chica, desde hace tiempo inmóviles, empezaron a tener ligeras convulsiones musculares. Los tres nos dimos cuenta en seguida y nos juntamos como cuando hacen recuento en una excursión del colegio.
La expresión de Nicole, la misma desde el momento en que dejó de emitir signos de vida por el desangramiento, comenzó a cobrar vida de nuevo. Los ojos presentaban una especie de película translúcida, como si tuvieran cataratas. Las pupilas totalmente dilatadas y… eso que nunca olvidaré… esa respiración ronca, ese ruido al entrar el aire por la boca… Era una de esas cosas. ¡Joder, esa chica! La cariñosa enfermera que hace diez minutos me preguntó cómo habíamos llegado allí, ahora estaba intentando levantarse para ir hacia nosotros y hacer lo que le hizo su asesino. Eso parecía… instintos asesinos, o primitivos, o caníbales… Dios sabe, pero no nos quedamos para averiguarlo del todo. En una relación sináptica entre los tres, corrimos hacia la puerta y el médico se encargó de echar la llave. Pocos segundos después se oyó un fuerte golpe contra ella. Furiosa, había intentado embestirla sin resultado.
Me situé en la pared contigua, apoyé la espalda y me dejé caer mientras las lágrimas se deslizaban como torrentes de agua sobre mis mejillas. Comencé a llorar en silencio. Carl se sentó a mi derecha y posó su brazo en mis hombros mientras los fuertes golpetazos sobre la puerta que acabábamos de cerrar martilleaban mi cabeza. Sólo la tenue luz del amanecer dejaba ver por la rendija de abajo la sombra proyectada de sus piernas. ¿Qué es todo esto, joder?
Por el pasillo apareció el resto del personal preguntando qué estaba pasando. Nuestro médico comenzó a explicarles la situación ante la mirada cada vez más anonadada de sus colegas. En poco tiempo, a los golpes que emitía la enfermera, o lo que quedara de ella, se unieron otros más recios y sonoros. La presencia del otro muchacho se había hecho notar. Los aullidos eran cada vez más desesperados. El personal, incluyéndonos a nosotros, cada vez estaba más nervioso y atónito.
-No podemos quedarnos aquí, tío – me habló Carl.
-¿Qué hacemos? – me sequé las lágrimas.
-Hay que matar a esas cosas. ¿Recuerdas qué pasó con la otra del laboratorio? Intentó matarme, joder. Qué coño, intentó comerme. Estas son igual. No se comportan como personas. Aquella bomba tenía algo…
-Algo que no se transmitía por el aire… porque estaríamos muertos.
-¿Pero tío, esas cosas qué son? ¿Muertos?

domingo, 27 de marzo de 2011

(XXV) Diciembre. Ya están aquí (III)

Diciembre. Ya están aquí (III)

Al fondo a la izquierda, justo al lado de la entrada había un habitáculo en el cual descansaban un triste lavabo, un WC para minusválidos y una bañera con soportes de pared para ayudarse. Entré, levanté la llave del grifo vertical y dejé que el agua, fría, muy fría, corriese por las palmas de mis manos y se deslizara por cada dedo. Hice presión con ellos, los junté y simulé la forma de un cuenco para poder llevármela a la cara. Lo repetí un par de veces más y me sequé con la toalla. Blanca, con una banda verde en el borde. Típicamente de los hospitales.
En seguida, y sin haber podido terminar de secarme la zona de la frente, oí un grito agudo. De una chica. La enfermera. No sé si el ‘Jefe de arriba’ estaba con nosotros o no, pero descansar está claro que no nos dejaba. Apresuradamente, cogí el mango de la puerta y empujé. Mierda, se abría tirando de ella. Los nervios no me dejaban pensar y actuar con razón. Cuando pude salir vi ensangrentado el suelo y parte de la pared que había frente a mí. Avancé para entrar de lleno en la habitación de las camas y me detuve en seco. La dosis de adrenalina que me inyectó el cuerpo hizo que el corazón lanzara un latido fortísimo, que llegué a notar como si la aorta hubiera reventado. En el suelo yacía agonizante la enfermera con toda su indumentaria llena de sangre. Sus piernas se agitaban como látigos mientras sus manos se posaban sobre una feísima herida en el cuello. Pequeños ríos de sangre corrían sin cesar junto con desagradables detalles que en este momento prefiero no recordar…
Y en la cama ahí estaba… lo veía de nuevo. Joder. Qué angustia sentí. No podía casi respirar. Lo tenía apenas a tres metros de mí. Allí, incorporado en su cama. Como si se hubiera despertado de una pesadilla. Respirando mientras emitía unos jadeos, como si estuviera cansado, aunque realmente no fuera así. Los dientes los tenía juntos, haciendo fuerza la mandíbula inferior contra la superior esbozando una asquerosa y amenazante mirada ensangrentada por el ataque a aquella muchacha. Aun corrían pequeños canales de sangre por su cuello. Con los brazos colgando, como si no los pudiera mover, así se mostraba: depredador de aquel centro médico, ahora convertido en matadero. Continuaba sin moverme. Las piernas me temblaban de tal forma que me costaba tenerme en pie. Me apoyé en la pared para compensarlo dando un par de pasos hacia atrás. No podía gritar. Quería y no podía. Carl seguía durmiendo. Joder, ni con los gritos se había despertado. ¡Dios mío! Íbamos a morir.
La puerta de entrada a la habitación se abrió y apareció el doctor que cosió el brazo a Carl. Me vio a mí contra la pared junto a los restos de sangre que decoraban parte de las cuatro paredes. Asustado, entró imprudente y se situó a los pies de la cama que soportaba el cuerpo del monstruo. Al grito de “¡Coño!”, dio un salto hacia atrás aplastándome casi por completo.
Había algo que no entendía… Quiero decir… cuando estábamos Carl y yo en el laboratorio y disparamos contra aquella cosa, ¿estaba muerta? O sea, ¿una vez muerta fue un monstruo o se convirtió en monstruo mientras vivía? Lo que sí tenía claro es que este muchacho vino en su momento muy herido y ahora es una de esas cosas. Joder… no entendía nada.
Al ver tanta movilización en la habitación, esa cosa golpeó fuertemente las sábanas, como pez intentando salir de una red, y, torpemente, se intentó incorporar y ponerse en pie con todo rodeándole. Por suerte, él mismo se envolvió con los embozos y cayó al suelo dando un fuerte tumbo contra la cama de Carl y quedando finalmente en el suelo, junto a la enfermera. Siguió intentando liberarse sin suerte, de momento.
Después de observar el espectáculo, saqué fuerzas de donde no tenía y, por el otro lado de la cama, me abalancé sobre Carl y le lancé la jarra de agua en su cara. Vagamente, abrió los ojos y, parpadeando lenta y repetidamente, bostezó.
-¿Qué? ¿Nos vamos? – bostezó.

sábado, 26 de marzo de 2011

(XXIV) Diciembre. Ya han llegado (II)

Diciembre. Ya han llegado (II)

Se hablaba de una abrasadora ola de llamadas a los teléfonos de emergencias en la zona del sur de Alaska por la repentina llegada de heridos a los centros hospitalarios y la masiva solicitud de ambulancias por extrañas desvariaciones. Los medios intentaban dar una respuesta a este interrogante y lo achacaban directamente con las posibles secuelas que podía haber causado el ataque coreano. La reportera, abrigada hasta las orejas y con el micrófono pegado a la boca, ofrecía un primer plano de algunas personas que entraban en camilla a los hospitales. No parecía nada raro. Estaban pálidas y, según el titular, con fiebre elevada. Pero el reportaje que estábamos visualizando mi amigo y yo no era nada el otro mundo, comparándolo con otras noticias. Lo que habíamos visto hace unas horas hizo que nos imaginásemos qué es lo que había pasado. Montaña Blanca… el titular era del Montaña Blanca… ¡Si está lejísimos de Nome para ir a pie…!
-Tenemos que hacer algo – me dijo.
-¿Sí, y qué hacemos? – grité por lo bajini.
-Pues si te parece nos quedamos aquí a que la enfermera nos meta en un geriátrico.
-Mira, Carl, no vamos a ir a ninguna parte ahora. Te propongo esperar a que amanezca, pagar lo que haya costado esto y pensar en lo que hacer. – continué – Tómate el analgésico e intenta descansar un poco. Bastante hemos tenido.
No entenderé nunca la reacción que tuve. Después de lo que había visto en la televisión y lo que había experimentado en mis carnes, tenía ganas de dormir. Seguramente el estar alejado de todo en un pueblo entre los bosques de Canadá, más el sueño y la tensión acumulados, pasando por el tiempo de relajación que tuvimos, hicieron que los nervios se calmasen y volviésemos a ser personas que necesitan dormir.
Por su parte, mi amigo no dijo nada. En el fondo creo que él también sabía que necesitaba descansar y que, estando en ese lugar, podíamos relajarnos ‘un momento’. Y más él.

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Las siete y pico de la mañana. Los primeros rayos de luz entraban tímidamente por la habitación. Carl dormía plácidamente boca arriba, con el brazo tullido sobre el pecho. Las dos piernas salían descaradamente por cada borde lateral de la cama, por debajo de las sábanas, mientras emitía unos ronquidos que no paraban de taladrar mis oídos.
Yo estaba también tumbado boca arriba. Mirando el techo blanco escayolado. Con la mente llena de recuerdos de todo lo que pasamos. Sobre todo de esas cosas. Por fin tuve un tiempo para reflexionar e intentar estructurar un poco las ideas. Pero todo se fue al traste, como una pirámide de cartas, cuando la enfermera entró en la habitación de golpe trayendo una camilla consigo.
-James, lo siento – jadeaba nerviosa entrando la camilla – pero debes quitarte. Tenemos un herido.
-Sí, claro – me levanté rápidamente con un ligero mareo por la rápida incorporación - ¿necesitas ayuda?
-Ayúdame  a ponerlo en la cama.
Entre los dos cogimos la sábana que estaba debajo de la persona y la pasamos a la cama donde dormí. Era un hombre de unos 30 años de edad. Bajo, con barba y con mucha suciedad rondando su cara. Con todo, se podía apreciar una expresión de dolor en el rostro.
-¿Qué le ha pasado? – pregunté intrigado.
-Lo han traído esta noche en ambulancia por falta de espacio en los hospitales de Alaska. Así que han pedido que las personas canadienses, por cercanía, sean trasladadas a los centros más próximos de nuestra frontera. Por lo visto se han llenado de gente con numerosas heridas y algunas con una elevadísima fiebre. Nunca había visto algo así. Este chico tenía varias heridas en el brazo y un desgarro en el hombro…
-¡¿Cómo?! – la interrumpí alzando la voz mientras me venía a la mente flashes de aquellas cosas.
-Sí, pero tranquilo – intentó tranquilizarme crédulamente – ya está mejor. El doctor y un grupo de cirujanos enviados han logrado parar la hemorragia. Ahora descansa. La guerra con Corea ya está trayendo consecuencias humanas… - se decía. Bueno, ¿Carl no despierta?
-No – respondí sin dejar de mirar al chico – y es raro, porque siempre se altera con cualquier sonido.
-Es normal. Hace un par de horas me pidió que le suministrara un calmante fuerte para que pudiera dormir tranquilamente de una vez.
-Entiendo…
-Disculpa mi impertinencia – me dijo amablemente - ¿qué os ha pasado? Quiero decir, habéis venido del bosque según contáis y no sois de por aquí cerca…
Intenté buscar una respuesta falsa lo más rápidamente posible para que pudiera colar. No sé si lo conseguí o no, pero algo tenía que decir.
-A Carl y a mí nos gusta el senderismo. Y elegimos los bosques de Canadá… Disculpa – intenté evadirme – necesito ir al baño.

(XXIII) Diciembre. Ya han llegado.

Diciembre. Ya han llegado.

-Está bien, gracioso, ¿ahora cómo te bajo? – crucé los brazos.
-Voy a intentar cortar las cintas con la navaja, quítate de en medio – hablaba mientras rebuscaba en sus pantalones.
Del bolsillo que tenía en su pantalón verde oscuro, a la altura de la rodilla, sacó una navaja de apertura manual. Empezó a frotar lentamente la hoja contra una de las cintas que hacían penderle del paracaídas. “Bien, una menos”, decía. “Vamos, preciosa”, cortaba mientras tanto.

-Atento, Jimmy, estoy colgando de una. Intentaré caer lo mejor que pueda.
Miró fijamente el corte y los pequeños filamentos que iban apareciendo por los bordes rajados. El mismo peso que tenía hizo que de pronto se desprendiera la correa y cayera al vacío, sin estar preparado. Fue una situación complicada y jodidamente inoportuna. Con tan mala suerte, Carl cayó de costado cometiendo el error de soltar la navaja como acto reflejo por caer inesperadamente del paracaídas. A pesar de que afortunadamente no se rompió nada, mi compañero acabó por clavarse parte de la cuchilla en el antebrazo izquierdo. Pero eso no fue lo peor. Debido al impacto, apoyó el brazo mal, por lo que la navaja hizo efecto palanca dentro del músculo y se terminó cortando varios filamentos… Joder, como si no llevásemos preocupaciones a cuestas, ahora debíamos preocuparnos de buscar un médico. Los alaridos descontrolados de mi amigo se podían oír por todo el bosque. Pero no eran de dolor. No, Carl no es de llorar. Como ya dije, es un tipo muy peculiar y podía soportar todo lo que se le echase en cara. Las blasfemias e insultos hacia los fabricantes de la herramienta cortante era lo que salía de sus labios, pero en gritos, como es lógico. Con todo, cogió la navaja y la lanzó hacia ningún sitio con rabia.
La sangre no paraba de salir por el profundo y pronunciado corte. Debió dar con alguna vena importante o arteria, que eso sí sería preocupante.
Lo único que pude hacer fue arrancarme parte de la tela de mi camiseta y aplicarle un torniquete. Cualquier cosa que pudiera evitar que muriera desangrado.
-Me he cortado – reía lagrimeando.
-Tranquilo, colega. Joe dijo que por aquí había un pueblo. Buscaremos ayuda.
Me puse en cuclillas y, situándome a su altura, rodeé mi cuello con su brazo derecho y le ayudé a levantarse. Insistió en que podía caminar solo. No obstante, iría pendiente ante cualquier vacilación o síntoma de desmayo.
Según Carl, cuando saltamos del avión había un pueblo a dos kilómetros de nuestra posición, aproximadamente.
A pesar de que iba malherido, tuvimos que darnos prisa, pues había perdido bastante sangre y le hemorragia podía ir a peor. Tardamos alrededor de media hora en llegar. Era un pueblo más o menos grande, de unos cinco mil habitantes. Acogedor, aparentemente. Al menos había gente, que era lo que estábamos buscando. Acababa de vivir la peor y más angustiosa experiencia de mi vida. Pero mi amigo estaba herido. Casi se me olvidó por completo lo que vimos hace unas horas. Pero no duraría mucho. Rápidamente fuimos hacia una anciana que cargaba con una bolsa en cada mano. En una había verduras y en la otra fruta.
-¡Señora, por favor! ¿Dónde está el centro de salud?
La mujer no pudo evitar reflejar ante nosotros una expresión de asombro, abriendo los párpados de una forma acentuada.
-¡Dios mío, hijo! ¿Qué te ha pasado?
-Tuvo una mala caída. Por favor…
-Sí, claro, hijo. El médico está a varias calles desde aquí, pero queda lejos.
-No importa, señora, llegaremos, ¡gracias! – nos despedía en nombre de los dos mientras empezamos a trotar.
El edificio fue fácil de encontrar. Había un letrero grande y claro que ponía “Centro de Salud”. Entramos por la puerta de Urgencias y nos atendió una enfermera. Con tranquilidad, y haciendo pasar a Carl a otra habitación, me pidió que me quedase en la sala de espera.
El tiempo se me hacía eterno. La manecilla del segundero del reloj que había colgado en la pared parecía que iba a ir hacia atrás. El tubo fluorescente que no dejaba de parpadear por culpa del cebador estropeado me estaba poniendo nervioso. Cruzaba las piernas. Sacaba el móvil. Jugaba al buscaminas. Lo cerraba…
Al cabo de algo más de una hora, la enfermera que acompañó a mi amigo salió y me dijo que habían terminado. Me ofreció verle. Entré con ella y allí estaba, sentado sobre una camilla, con el antebrazo vendado. Con la ropa ensangrentada, al igual que la mía, y su blanca y deslumbrante sonrisa iluminando la habitación.
-¿Qué, Carl, nos vamos? – le puse la mano en su hombro.
-Claro, sabes que esto no iba a poder conmigo.
Por la parte de atrás, se abrió una puerta y la cruzó un hombre con bata y un estetoscopio colgándole del cuello. Alto, joven y con canas. Una nariz pronunciada y una voz grave. Llevaba las manos en los bolsillos y mostraba una sonrisa en todo momento.
-Bueno, Carl, ¿te encuentras bien?
-Sí, doc, estupendamente.
El licenciado sonrió sinceramente y se acercó a nosotros.
-Me temo que debes permanecer aquí esta noche. A pesar de que has tenido suerte y ha sido un corte limpio, al contrario de lo que feamente aparentaba, sería conveniente ver cómo evoluciona.
-Verá, no somos de aquí… – interrumpí vagamente.
-Lo sé, chico. No te preocupes, puedes pasar la noche con él, si ese es el problema. Hay una habitación de urgencias para este tipo de situaciones. Mañana le daré el alta – le miraba.
La simpática enfermera ayudó a levantar a mi amigo y nos acompañó a la habitación en la cual pasaríamos la noche. Un par de camas, una cortina en medio, una televisión LED en la pared frente a ellas y una pequeña ventana la decoraban.
-Por cierto, chicos – preguntó la enfermera - ¿cómo os habéis manchado la ropa tanto con sangre?
Carl y yo nos miramos un momento. No sabíamos que decir, al menos yo.
-La caída me manchó a mí, y Jimmy se manchó mientras me ayudaba – añadió relativamente rápido.
-Ah, claro, qué tonta – rió mientras mullía las almohadas – Bueno, os dejo tranquilos. Cualquier cosa, tocad el timbre.
-Gracias, guapa – sonrió pícaramente.
Cuando la chica cerró la puerta, me senté a su lado. Saqué de nuevo la nota que tenía Balance en su bata y me quedé un rato embobado mirándola. Estuvimos toda la tarde y parte de la noche hablando sobre qué íbamos a hacer y a dónde íbamos a ir. Qué eran esas cosas, por qué estaban ahí. Dónde estaba el resto…
La noche se echó encima del pueblo enseguida. Yo me acosté en la cama contigua sin deshacerla demasiado y, bocarriba, intenté conciliar el sueño. Asombrosamente para mí, cerré los ojos sin apenas darme cuenta.
Las cuatro de la mañana. Sentía constantes empujones moviendo mi cuerpo. Abrí vagamente los párpados. De menos a más intensidad, la preocupante voz de mi amigo iba tomando claridad ante mis tímpanos.
-¡Jimmy, Jimmy, despierta! – insistía vapuleando mi cuerpo con su brazo derecho.
-Carl… ¿qué pasa…?
-¡Joder, levántate, coño! – me gritó en el oído.
Del susto, me incorporé como si del despertar de una pesadilla se tratase y, aunque un poco desconcertado, dirigí la atención a mi compañero. Pero lo que su dedo señaló en la televisión hizo que la adrenalina me despertase totalmente.
-No podía dormir por el jodido dolor de esto, así que puse la tele… - me explicó nervioso – y me encontré con esto...

jueves, 24 de marzo de 2011

(XXII) Diciembre. Aventuras en el aire.

Diciembre. Aventuras en el aire.

No sé cómo lo conseguimos, pero lo conseguimos. Pocos minutos después de despegar, con total invisibilidad a causa de la ventisca de nieve que nos azotaba, nuestro avión fue interceptado por los radares de las fuerzas armadas. El aparato no dejaba de vibrar por todas partes. Como si el viento tomase forma de látigo y estuviese golpeándolo a conciencia y con descaro. Joe insistía en que nos daría tiempo a hacer lo que quisiéramos, pero en un terreno cercano, pues corríamos el riesgo de ser derribados. Después de todo, éramos criminales aéreos a los ojos del ejército. Así, tras haber evadido la bochornosa tormenta y siguiendo las órdenes tajantes de Joe, descendió el avión en una zona muy cercana al suelo, lo suficientemente alto como para que el paracaídas hiciera su efecto.

-“Poneos el paracaídas y lanzaos. Creo que se acercan un par de aviones de combate. Me seguirán a mí, no a vosotros. Nos veremos en el pueblo que está bajo nosotros. ¡Saltad y no me discutáis, cojones!”
Alcanzada una velocidad relativamente lenta y una altitud baja, las puertas se abrieron. Era nuestro turno. Carl ya tenía el paracaídas puesto. Yo no. ¡Ni de coña, vamos!
-Nene, o saltas con o sin paracaídas. Tú eliges – gritaba tras de mí.
-¡No voy a saltar, Carl. Joder, que aterrice!
-Demasiado tarde, chaval. Tira de la anilla.
Era increíble. Estaba tan nervioso mirando los árboles desplazarse a una velocidad asombrosa que no me di cuenta que mi amigo me había colocado el paracaídas a la espalda. Alzó la pierna y pateó bruscamente la mochila que contenía el tejido de nylon que frenaría mi caída. Como acto reflejo, busqué algo que colgara de una cuerda para tirar de ella. Coño, la anilla. No tenía ni idea de cuál era, pero ciegamente tenté por todas las zonas de mis hombros hasta que di con una tira fina que sujetaba en su extremo una especie de aro de aluminio. Tiré bruscamente, sin miedo a que se rompiera. Pero no pasaba nada. ¡Me iba a matar, joder! ¡Esa cosa no funcionaba! El suelo cada vez estaba más cerca. El estómago se me revolvía. No podía vomitar. ¡Si lo había echado todo! El horizonte no hacía más que dar vueltas. No sé cómo puede haber gente que le guste esto. Pero les admiro. Le gritaba a Carl pidiéndole inútilmente auxilio hasta que algo tiró fuertemente de mi cuerpo y di un frenazo en el aire. El momento de angustia que tuve fue debido al tiempo que tardaba el aire en desplegar el paracaídas. Jodido cobarde.
No lograba manejar la dirección de la lona, de manera que lo dejé todo a mi suerte. Sabía que iba a darme un trompazo contra el suelo, pero al menos podría sobrevivir… esperaba. Una mala posición en la caída podía romperme algo. Pero fue bien. Sólo unos rasguños en las palmas de las manos. Me quité la mochila con relativa calma al principio. No hallaba la forma de hacerlo. Coño. No tenía que ser tan difícil. Busqué los cierres. Estaban por detrás. No llegaba. Casi quité uno, pero se volvió a enganchar. ¿Relativa calma? ¡A la mierda! Tiré con todas mis fuerzas y logré rasgar un cierre. A saber de qué año era. Sólo digo que la forma que tenía la tela era redonda, y no rectangular como las que ‘antiguamente’ se usaban…
Carl no tuvo la misma suerte. Sus voces se podían oír por la parte más espesa del bosque. “¡Eeeeh! ¡Eeeeh! ¡Nene!” era básicamente lo que se oía. Fui hacia las voces y allí estaba: colgando de un árbol a unos cinco metros del suelo con los brazos cruzados.
-Tio, yo debería haber caído donde tú y tú donde yo, joder. ¡Bájame de aquí!

miércoles, 23 de marzo de 2011

Continuación del Relato Encadenado



¡Hola a tod@s!
Sergio Z me animó a continuar esta genial idea de escribir una historia de forma encadenada. La simple idea de no saber qué ocurrirá en el siguiente capítulo porque puede ser algo inimaginable es algo que atrae mucho. Por eso animo a todos a que se continúe con este tipo de relatos. Cuando se acabe uno, y si la gente se anima, empezar otro distinto.
Historias a parte, he publicado todo el relato hasta mi capítulo en una página paralela (para no mezclar con la historia del blog). Está en la parte derecha. No obstante, dejo un enlace. ¡Espero que os guste y ánimo, que la idea siga creciendo! ¡Ya estoy deseando leer el próximo capítulo!

--->> ¡SIGUE EL RELATO ENCADENADO! <<----

Edito:

¡Parece que ya tenemos un candidato para continuar con el capítulo 14!

martes, 22 de marzo de 2011

(XXI) 1 de Diciembre. Caminos a tomar...

1 de Diciembre. Caminos a tomar...


-¡Carl, corre! – le grité agarrándole del brazo.
Pero hizo fuerza y el que tiró de mí fue él. Lo señaló.
-Se cae, tío, se cae.
Y el cuerpo, con el brazo extendido hacia nosotros y con la mano abierta en posición de “voy a conquistar el Universo” se dejó caer de lado en el grueso manto de nieve que cubría el suelo. La bata estaba también cubierta de sangre. Rasgada, como las que vimos.
Nos acercamos cautelosamente manteniendo la distancia. Era el señor Balance. No había duda. Nos intentaba decir algo, pero lo único que salía por su boca era el poco vaho que podía producir el calor de sus pulmones. Apenas podía casi mirarnos de la fuerza que el pobre hombre tenía que hacer. Parecía un bebé recién nacido... boca abierta babeante, mirada perdida... ¿Qué coño era todo eso? Me acerqué despacio examinando rápidamente con la vista su estado. Tenía unos rasguños serios en los brazos y el tobillo doblado. Como rápido vistazo, era lo más relevante.

- James… - balbuceaba jadeando.
-¡Señor Balance, ¿qué cojones ha ocurrido?
- Salid de aquí. Por el amor de Dios – cada vez era más difícil de adivinar sus palabras – salid de aquí… Avisad a todos…
Stepanac debió lanzar las pocas fuerzas que le quedaban en forma de palabras. Los ojos se giraron hacia arriba dejando ver el blanco total de unas escleróticas invadidas por los miles de capilares reventados por dentro. El síntoma más evidente de muerte se había manifestado ante dos tipos jodidamente confusos ante la situación. Pero eso no fue lo único desagradable. Como premio, el estómago se me volvió a remover de tal forma que parecía que había muelles botando por dentro. El resultado fue un vómito amarillento y asqueroso, esta vez más grande que el otro. No pude contenerme. Carl, ignorando la faceta humana de la angustiosa situación que acababa de tener, se agachó e indagó con cuidado por los ropajes del físico. Logró sacar una libreta de apuntes. Agitándola mientras se incorporaba y la miraba, me miró. Me la lanzó y sugirió que podía ser una respuesta.
Corrimos al avión y cerramos rápidamente la puerta. Como si hubiésemos sido perseguidos por perros, justo en el momento de cerrar se me puso la carne de gallina. Liberé esos escalofríos que estaba deseando sacar.
-¿A dónde vamos, amigos? Porque la ventisca está empeorando – preguntó Joe por megafonía con Smooth Criminal de fondo, inconsciente de lo que ocurría.
-¿A dónde vamos, Carl? – Pregunté retóricamente – Estamos ilegalmente aquí. Si vamos a ciudad nos detendrán…
-Lo importante es salir por ahora de aquí y volver por un medio que no sea el aéreo. ¡Joe! – cogió el intercomunicador – Apáñatelas como puedas para sacarnos de aquí vuela hacia el sur hasta que se acabe el combustible.
-¡Veremos de qué es capaz este trasto! – respondió excitado.
Mientras el viejo loco intentaba levantar el aparato en contra del viento, abrimos el sucio y ensangrentado bloc de notas e intentamos darle claridad a las borrosas palabras que había escritas.

“[…] Fastword propone dejar en cuarentena a las dos personas que han traído. […] Parecen evolucionar bien. Ninguna enfermedad aparente. A media noche parecen presentar algo de fiebre.
2 a.m. Presencia de convulsiones aisladas.
4 a.m. Fiebre en aumento. Temblor. Suministrada vacuna contra la fiebre […]”



Era todo lo que teníamos. Parecía haber algo más, pero estaba totalmente corrida la tinta, cubierta por sangre seca y oxida. ¡Maldita sea!

sábado, 19 de marzo de 2011

(XX) 1 de Diciembre. Encuentros inesperados.

Hola! disculpad a los que seguís la lectura diariamente. Estos días he estado un poco ocupado y no he podido actualizar antes. Os pido disculpas a todos! Os dejo la continuación. Espero que os guste!

1 de Diciembre. Encuentros inesperados

Con mucha más cautela de la que entramos, recorrimos silenciosamente las instalaciones totalmente desarmados para llegar a la salida. Cada paso que dábamos parecía un martillazo dado en una base metálica. Era increíble el silencio que reinaba. Increíble y escalofriante. A pesar del ataque de ansiedad de Carl, insistía en ir el primero y guardar mi ‘blanquita’ piel. Él mismo sabía que estaba totalmente acojonado. Supuse que no quería transmitírmelo y no hacer que hubiesen dos mentes alborotadas.
Aún no habíamos terminado de cruzar la salida cuando oímos como un sonido coreográfico en la lejanía del laboratorio. Venía del avión. ¿Quién iba a producir eso? Después de lo que habíamos visto, lo último que se nos ocurriría pensar era lo que realmente era. A medida que nos acercamos se iba incrementando. Mi compañero agarró un escombro del suelo cubierto por la reciente nieve y caminó lentamente delante de mí. Estábamos acojonados, pero cuanto más cerca estábamos más nos dábamos cuenta de que aquel sonido coreográfico se trataba de alguna canción. Carl me miró frunciendo los labios y arrojó el escombro con fuerza al suelo. “¡Me cago en su madre!” fueron principalmente sus palabras, que precisamente silenciosas no eran. Afortunadamente, la ventisca impedía que llegase el sonido muy lejos.
-¡Ese jodido loco ha vuelto a poner a Michael Jackson a toda hostia! – se gritaba a sí mismo mientras corría hacia el aparato. – ¡En cuanto lo coja se va a cagar la perra!
Efectivamente, el viejo Joe estaba moviendo la cabeza de un lado a otro rítmicamente y en armonía con cada pulso de la canción. Haciendo, además, como que tocaba una batería. Acojonante. Me llevé la mano a la cara y mirando al suelo empecé a girarla de un lado a otro. Hay que joderse. Mi amigo del alma se quitó una de las botas negras que llevaba y la lanzó contra el cristal, llamando la atención de Joe y haciendo que ‘volviera a la normalidad’. Mientras, Carl hacía unos movimientos de frustración y enfado que vistos desde la cabina parecía que tenía serios y cómicos problemas de espalda. Ese capullo siempre conseguía sacar de mí una sonrisa en el peor de los momentos.
De haber sabido lo que cernía a nuestro alrededor, no habríamos estado parados delante del avión un tiempo: Carl soltando pestes sobre Joe y yo mirando a mi amigo. Cuando iba a decirle que no debíamos perder tiempo, una silueta parecía querer hacerse ver entre la tormenta de nieve. Estaba cerca, pero no podíamos divisarla bien. “¿Profesor?”, gritaba constantemente. Pero la figura no se inmutaba ni se paraba como consecuencia de oír algo. Seguía moviéndose de una forma extraña… Como si fuera arrastrando los pies. Dando tumbos… coño, como cuando pillas una borrachera de la hostia y te tienen que sujetar entre dos (que por cierto, no he experimentado nunca). Pensamos que tal vez estaría herido o extraviado y por culpa de la ventisca no podía vernos, ya que el sol estaba a su espalda. No me dio tiempo a dar un paso cuando noté la mano de Carl en mi hombro deteniéndome.
-¿Y si es como una cosa de esas? – me preguntó.
¿Y qué es una cosa de esas? Joder, es que aún no me podía creer lo que había visto: un tío comiéndose a otro, con la cara rasgada. Tanto que podíamos verle la mandíbula… Tenía heridas mortales que ningún ser humano podría haber ignorado. Todo sin contar que le dejamos en el cuerpo el cargador entero de la M1911. ¡Y aun así caminaba!
Cuando el cuerpo estaba más cerca pudimos ver que efectivamente era una persona… con bata. ¡Igual que aquella cosa!

martes, 15 de marzo de 2011

(XIX) 1 de Diciembre. Madrugada

1 de Diciembre. Madrugada

Llevaba una bata puesta, ensangrentada y rasgada. Debía ser un científico del laboratorio. Al estar vivo, nos confiamos y entramos en la habitación preguntando que qué es lo que había ocurrido… Fue el peor error que pude cometer en la vida. El individuo giró la cabeza con lentitud y nos miró. Tenía la mandíbula rasgada, casi sin carrillos, por lo que se le podía ver todos los dientes de esa zona. Las narices estaban desgarradas y una de las orejas colgaba de la zona temporal de la cara. Estaba tan destrozada que no pude identificarla.
La supuesta persona se levantó y, con una inmensa calma y lentitud, se acercó a nosotros mientras abría la boca de par en par emitiendo un ruido ronco y profundo. Como si intentase gritar y no pudiera.
-¡Eh, eh eh, tío! ¡Ni te acerques! – apuntaba Carl.
Mas el individuo se acercaba emitiendo unos gemidos tales, que me olvidé de por qué estábamos allí.
-¡Joder, Carl! – grité señalando el cuerpo muerto del suelo – ¡este tío estaba comiéndose a una persona, mira!¡¡¡ Joder, joder joder!!!
Y… ¡pum! La pistola que llevaba mi amigo hizo explotar la pólvora de la bala, lanzando el proyectil contra el pecho de esa cosa.
La bala provocó que el sujeto diera un paso atrás, pero a pesar de que era una herida mortal, siguió el mismo camino que comenzó y se dirigió de nuevo hacia nosotros. Carl comenzó a ponerse nervioso y yo le decía que me diera la pistola. No quería, se la cambiaba de mano. Como críos peleando por el arma. El individuo se acercaba y no conseguíamos nada. En un intento desesperado y evitándome, le volvió a disparar en el vientre, pero seguía sin surtir efecto. Sólo pequeños chorreones de sangre salían de los agujeros. Medio cargador malgastó disparando a diferentes partes del cuerpo, consiguiendo hacerle añicos la rodilla, mas el aparente bicho no parecía inmutarse. Cayó debido a que no podía apoyarse en una pierna, pero seguía dirigiéndose a nosotros, llegando a coger el pie de mi amigo.
Carl se puso nervioso, gritando mi nombre a diestro y siniestro pidiendo ayuda. Mientras él gritaba, corrí y golpeé cual balón de fútbol la mano que cogía su pie con tal fuerza que salió despedida de la muñeca. Pero fue tal, que la misma fuerza de mi pie que arrancó la mano sirvió para romperle el cuello, separando la cabeza casi de su lugar. Volví a vomitar. Esta vez cayó sobre el cuerpo de la cosa.
-Tío… Jimmy, me has salvado, gracias tío, gracias… - se abalanzaba a mí mientras se sumergía en un mar de lágrimas.
-¡Joder Carl, que esa cosa sigue viva! – grité mientras me abrazaba a espaldas de esa cosa.
La cabeza se movía, aunque poco. La mandíbula se abría para mostrar lo que pretendía ser un aullido pero sin ruido. Los brazos y piernas hacían el esfuerzo de volver a agarrar a Carl de nuevo. Pero este, volvió a apuntar con el arma y, a voz de “muere, cabrón, muere”, gastó el cargador contra todo su cuerpo. Pero cuando la última de las balas disparadas al azar alcanzó la cabeza, el bicho pareció haber dejado de moverse por completo.
Una sensación nauseabunda no dejaba de recorrerme todo el cuerpo. Dios… no tenía ni idea qué cojones era lo que estaba viendo, pero lo que sí podía asegurar es que era real. Con un cargador entero de la M1911 incrustado indistintamente por las diferentes partes del cuerpo era imposible pensar que aun siguiera vivo… mas lo estaba. Carl hincó las rodillas temblorosas en el suelo con unas lágrimas como puños, acompañadas de mucosidades nasales, lanzando un llanto silencioso. Acuclilladlo, le pasé el brazo sobre sus hombros e intenté calmarle y hacer que se levantara. Debíamos salir de allí cuanto antes. En lo último que pensaba era quedarme allí y encontrarme con lo que fuera eso. Sabía que algo nos ocultaban en la Base… lo sabía. Y mi profesor… ¿sabía algo? Joder, tenía en ese momento un mar de preguntas y ninguna respuesta. ¿Dónde están todos? ¿Y mi profesor?... ¿Y Paula? Qué bochorno de sensaciones incómodas.

lunes, 14 de marzo de 2011

(XVIII) 30 de Noviembre. Entrada la noche

30 de Noviembre. Entrada la noche.

Estuvimos viajando aproximadamente el mismo tiempo que empleamos en ir, salvo que nos encontramos con cierto problema al entrar en el territorio de Alaska. Por lo visto estábamos invadiendo terreno bajo el control del ejército de los EE.UU. y nos obligaban a abandonarlo con consecuencia de ser derribados. Pero Joe insistió en seguir adelante, pues aseguraba que nos hablaban desde una base lejana y que aun no habían llegado a donde estábamos nosotros, ni pretendían, probablemente.
Faltaba poco tiempo ya para llegar a Nome y una tormenta de nieve comenzó a azotar la avioneta con violencia. Aunque estaba asustado, no me afectó tanto, pues llevaba una preocupación mayor en mente.
Aproximadamente media hora después de que comenzara la tormenta, Joe comenzó a descender el aparato hasta aterrizarlo como pudo en la carretera. Carl y yo nos pusimos los trajes y salimos corriendo hacia el laboratorio.
-Esto no me gusta… - me decía Carl.
-¿Por qué lo dices?
-Mira eso – señaló al suelo – es sangre. Y por lo visto es reciente, porque la nieve no la ha terminado de cubrir…
-Dios… ¡Profesor! – grité con fuerza - ¿¡Hay alguien por aquí!?
Corrimos hacia el laboratorio y nos encontramos con la puerta totalmente abierta, las boquillas de la sala de desinfección estaban arrojando gas por doquier y parte de la nieve que arrastraba la tormenta había entrado dentro. Las luces parpadeaban, como si estuvieran a punto de fundirse, otras habían reventado…
-Joder, joder, joder – decía en voz alta - ¿qué coño ha pasado aquí?
-¿Coreanos?
-No lo sé… pero esto no tiene buena pinta. ¡Profesor! ¡Profesor, ¿puede oírme?! – grité mientras entrábamos lentamente.
-Tío… - susurró Carl – aquí ha habido juerga… y buena. Hay balazos en las paredes – las señalaba.
-Y sangre… en la pared… y por ahí… ¡Dios! – alcé la voz dándome la vuelta.
-¿Qué pasa tío…? ¡Joder! – imitó.
Una mano entera, separada del brazo y aparentemente arrancada de forma salvaje estaba tendida en el suelo junto a un charco de sangre, ya algo seca. Los tendones rasgados asomaban por su interior, junto con vasos sanguíneos literalmente regando el suelo del laboratorio. El estómago empezó a removérseme brutalmente. Tenía una angustia insoportable. Intentaba evitar mirar, pero no podía.
-Tío, tío, tío… aquí ha entrado alguien – le dije.
-¡¿Ah sí, tú crees?!
-¡Profesor! ¿Puede oírme?
Carl se adelantó y entró en el laboratorio, llamándome de un grito. Corriendo cual gacela, fui hacia donde venía su voz y me paré de golpe al ver al que parecía ser el cadáver del señor Jordan, el amigo del profesor. Me acerqué lentamente para verle la cara y, efectivamente, se trataba de él. Mas no terminé de observarlo del todo cuando, por el susto, tuve que dar un salto hacia atrás al ver que tenía toda la parte del hombro desgarrada, dejando ver los músculos y tendones de su cuerpo. Joder, parecía que un animal le había mordido y tirado de la piel sin abrir la dentadura. Era horrible y asqueroso. Las arcadas me invadieron y acabé vomitando la poca comida que había ingerido.
-Tiene una pistola en la mano – dijo Carl – creo que deberíamos cogerla.
-… sí… Carl, ¿qué es todo esto?
-No lo sé, hermano. Pero tenemos dos opciones. Investigar o irnos… y no creo que quieras irte. Yo iré delante, tengo el arma.
Nos dirigimos al comedor, que tenía las paredes plagadas de balazos con sangre, por lo visto habían atravesado parte del cuerpo pues la sangre estaba estampada. Junto con la oscuridad del comedor y la única iluminación completa que había, la de las habitaciones, caminamos lentos hasta ella. Carl, atento a cualquier posible asalto, caminaba aún delante de mí.
-Shh – me susurró – se oye ruido en la habitación.
Nos asomamos cautelosamente por la puerta y vimos una persona arrodillada, de espaldas a nosotros. Se oía como una respiración un tanto ronca y fuerte y también podíamos percibir un sonido como de masticación… como cuando comen cinco o seis personas a la vez con la boca abierta.
-¿Está comiendo? – me preguntó al otro lado de la puerta con los labios sin emitir sonido.

domingo, 13 de marzo de 2011

(XVII) Amanecer del 29 de Noviembre.

Amanecer del 29 de Noviembre

-¡Joe, Joe! – le interrumpí mientras pulsaba el botón de la radio – diles que venimos en nombre de los científicos de Nome…
Joe, directamente, me dijo que me pusiera los cascos y me dirigiera a ellos. Como segundo aviso, volvieron a decir que estábamos invadiendo una zona restringida por el gobierno de EE.UU. Rápidamente saqué el tubito que me dio el profesor y rompí la tapa. Extraje el papel que llevaba dentro y vi un código escrito con máquina de escribir.
-Aquí James L. Jackson. Venimos por petición del equipo de científicos enviado a Nome. Les paso el código de acceso – decía nervioso.
Unos segundos que parecieron horas pasaron antes de que volvieran a comunicarse con nosotros.
-Confirme código, por favor – solicitó amablemente.
Sin distracción, le dije el código y, tras otro momento de mutis, verificó el acceso y nos dio vía libre para poder aterrizar. El operario nos comunicó que nos recibirían varias personas de las fuerzas armadas y nos llevarían a ver a un hombre importante, por el nombre que tenía.
Joe nos invitó a salir del aparato cuando aterrizamos y, sin los trajes especiales  puestos, fuimos ante el pequeño grupo de marines que había delante, comandados por un hombre vestido con un traje azul oscuro, bandas doradas en las mangas y numerosas condecoraciones.
-Caballeros – saludó dando un firme y serio apretón de manos – soy el coronel Sweetwater. Hagan el favor de acompañarme, si son tan amables.
Caminamos por toda la pista de aterrizaje y entramos a un edificio que daba a unas instalaciones subterráneas. Pasamos por unos pasillos algo extraños, parecidos a los de las naves típicas de Star Wars. Tras entrar en varios ascensores, llegamos a la planta que parecía ser nuestro destino. No sabría decir, pero seguro que estábamos a más de trescientos metros de profundidad.
-Señores, este es el despacho del general Grand. Les está esperando.
Antes de entrar, nos registraron completamente otra vez, aunque sólo me autorizaron entrar a mí, el enviado por el doctor Fastword. El coronel me abrió la puerta y dentro, sentado en un sillón aparentemente caro, estaba tranquilo, con la barbilla apoyada en las dos manos entrecruzadas, el general. Era un hombre mayor, unos cincuenta años. Pelo canoso y de buen comer. Su parecer daba confianza. Parecía un hombre apacible y tranquilo.
-Bienvenido James. Por favor, siéntese – decía mientras se levantaba y cerraban la puerta – Bien… espero que comprenda la gravedad de la situación. Si he dejado que entrara fue por la clave, está claro, pero… no es precisamente eso.
-¿A qué se refiere, señor? – pregunté nervioso.
-Hijo… el código que nos ha entregado es de código rojo: Aislamiento e infección.
-¿Cómo?... ¿qué quiere decir, señor?
-La información es limitada, hijo. El gobierno te agradece la rapidez con la que has traído el mensaje, pero ahora es asunto de los Estados Unidos. Te sugiero que nos lo dejes a nosotros.
-¡Pero señor! – alcé la voz levantándome bruscamente mientras él me miraba tranquilamente sin inmutarse apenas – mi profesor es mi amigo… debo ayudarle.
-Eres un miembro autorizado en la expedición y respeto tu osadía, pero… se ha llegado a un punto de emergencia. Tranquilo, te aseguro que enviaremos un equipo que se ponga en contacto físico con la base en Nome.
-General…
-Es todo, hijo. Márchate – me ordenó con voz calmada.
En seguida entró el coronel. Antes de que me invitase a salir de la habitación, dejé la tarjeta micro SD encima de su mesa. Haciendo un saludo, me acompañó junto a Carl y nos llevaron a la pista de aterrizaje y despegue. Subimos a la avioneta y nos obligaron a abandonar la zona aérea restringida en menos de diez minutos.
Joe encendió la avioneta. Carl y yo nos pusimos los cinturones y despegamos en poco tiempo, abandonando la base. Yo me llevé las manos a la cara y dejé llevarme por el lagrimeo. Carl apoyó su mano en mi hombro.
-¡Eh, eh! – gritó separándome las manos de la cara – Mira tío, no sé qué te dijo el tío vestido con el traje de la comunión, pero deduzco que no te “autoriza” volver.
-Es igual Carl – respondí secándome las lágrimas – déjalo.
-¿Qué? ¿qué has dicho enclenque? Mira nene, no te enseñé a evitar que te pegasen los malotes para que acabes llorando. ¡Joe! – pulsó el botón del intercomunicador – ¡Joe!
-“Dime, chaval”
-¡Nos vamos a Nome cagando leches!
-“¡Sí, señor. Así se habla!”