Abrí la puerta del camión y subí el primer escalón de aluminio para ver cómo le iba. Con el micrófono agarrado y la boca a dos centímetros, mientras con su otra mano movía cautelosamente el dial, no paraba de llamar al viejo.
-¿Qué? ¿No hay suerte?
Me lanzó un gesto negativo sin llegar a mirarme directamente volviendo de inmediato a su empeño por localizarle. Estuvimos al menos quince minutos de intento desesperado, pero lo único que se recibió fue una ruda y grave voz que dijo “¡Aquí no hay ningún Joe, cojones!”.
De modo que, con la mirada perdida, dejó el comunicador, que tenía un cable enrollado como el de teléfono, colgado en su sitio. Hizo el gesto de levantarse y, dejándole lado libre, se dispuso a bajar.
Los dos en pie sobre el cemento pulido del surtidor, nos apoyamos sobre la caja del tráiler. Carl, dando una fuerte patada a la enorme rueda, desfogó su ira con una sonora blasfemia.
Pero el sonido de las interferencias de la emisora dentro de la cabina hizo despertar nuestros sentidos. A la vez, como si estuviéramos sincronizados, corrimos a la puerta, la abrí y mi amigo subió de un salto apoyando su mano sobre el asiento. Se sentó, cogió el comunicador y, de nuevo, movió el dial para lograr corregir la señal.
-Joe, ¿eres tú? – preguntó – ¡Vamos, contesta viejo loco!
La señal continuaba siendo igual de distorsionada, pero se podía apreciar una voz de fondo. No obstante, no tardamos demasiado en poder aclararla. ¡Sí que era Joe! La inconfundible música del difunto Jackson era como su documento de identidad: “¿Dónde estáis?”, no cesaba de preguntar.
-Escucha, viejo, estamos en una gasolinera del pueblo donde nos dejaste.
Viejo… puede sonar grosero, pero era una forma cariñosa que tenía Carl de dirigirse al hombre. Era un poco bestia hablando, pero no se lo tomó nunca a mal.
-“Logré aterrizar en un claro de un bosque cercano. A unas 30 millas de donde os dejé…”
-Pero Joe – interrumpí arrebatándole el comunicador a Carl - ¿cómo escapó de los cazas? ¿No decía que le perseguían?
-“Así es, eso creía. Pero los pájaros se desviaron de su trayectoria. En cualquier caso, estoy bien. ¿Podéis llegar hasta aquí?”
- Estás alejado, viejo – continuó mi amigo – intentaremos buscar un modo. Debemos volver a Nome. ¿Te apuntas?
- “¿Lo dudabas, chaval? No te preocupes, por todo esto te haré un descuento” – bromeó – Está bien, avanzad por la carretera principal unas 30 millas. Preguntad por un claro que haya por esa zona. Deberéis hacer autostop…
- Nos las apañaremos, Joe. ¡Nos vemos!
- “Tened cuidado, hijos” – cortó.
Así que, ya teníamos viaje de vuelta. Un busca aventuras medio loco en un avioneta, una ciudad casi polar infestada y dos personas ‘deseando’ ir. Qué locura…
¿Qué íbamos a hacer? ¿Cómo recorreríamos más de 30 millas a pie? Imposible. Pero de nuevo, la sincronización sináptica apareció ante nosotros mientras nos miramos: Larry era nuestro Poker de Ases. Al menos conocíamos a alguien allí.
Entramos en la pequeña cafetería para comentarle nuestra situación. Estaba sentado, con la gorra aún puesta, como si fuera una continuación de su cráneo, tomando un café acompañado de un gigante croissant recubierto con una película de miel. Nos sentamos frente a él, en el típico sillón rojo de polipiel.
-¡Eh, chavales! ¿ya habéis terminado? ¿Os apetece tomar algo?
-No, Larry, gracias, colega – inició la conversación Carl – Queríamos preguntarte algo… ¿Vas a ir por esta carretera cuando sigas con tu viaje?
-Sí, claro, ¿por qué lo preguntas?
-Verás, necesitamos ir a un lugar a 30 millas de aquí. Nos preguntábamos si…
-¡Eso está hecho, amigos! – interrumpió eufórico – Dejad que termine de tomar mi tentempié y nos marchamos.
-Gracias, Larry – añadió.
-Y dedicme… ¿a dónde vais? Si lo puedo preguntar, claro…
-Pues tenemos que ir a un claro que está cerca de la carretera, a unas 30 millas de aquí.
-¿En el bosque de Forestdump? ¡Ah! – sonrió mostrando su blanca dentadura – no tiene pérdida. No hay problema, chavales.
Larry, al cabo de pocos minutos, dio un golpe en la mesa a modo de ‘¡vámonos!’, se levantó y pagó la cuenta con un beso en la mejilla a la camarera. Por lo visto era su forma de decir ‘gracias’ en estos lugares. Salimos de la cafetería y nos dirigimos al camión. Nos abrió la puerta del copiloto y subió él por el otro lado. El interior de la cabina era cuanto menos curiosa: decenas de estampas de Jesús, un rosario colgando de la guantera de arriba, oraciones varias… Una capilla andante en definitiva.
Arrancado el camión con suavidad, Larry pisó el acelerador y, despidiendo los tubos de escape un humo negrizo, el tráiler comenzó a rodar incorporándose en la carretera, camino a nuestro destino.
La verdad es que el típico silencio sepulcral que reinaba cuando se estaba con desconocidos no estuvo presente en nuestro caso. Larry comenzó a preguntarnos de dónde éramos, qué hacíamos allí, a dónde íbamos… Parecían preguntas hechas a propósito, típicamente religiosas, pero no, nada de eso.
En definitiva, le comentamos todo lo que nos pasó. Quién era yo, quién era mi amigo Carl y qué nos había llevado hasta Canadá. Todo el tema de los monstruosos seres, los incidentes en el laboratorio, los continuos viajecitos en avión… Era un tipo que hablaba mucho, pero le gustaba escuchar. Mas se dedicó casi todo el camino a reír. Básicamente no creía una palabra de lo que le comentábamos. Así fue, hasta que relacionamos las noticias que habían dado por televisión y radio (seguramente censuradas) con los acontecimientos que tuvimos. Aunque su risa cesaba por momentos, no acababa de comprenderlo del todo.
-A ver… ¿me estáis diciendo que hay gente muerta que vive? O sea, ¿resucitados? – preguntaba mirando la carretera.
-Algo así, pero no es la resurrección que tenemos concebida… es algo… ni siquiera sé lo que es.
-¡Realmente sois unos tipos curiosos, chavales! – reía alegremente.
Mientras nos resignábamos nosotros, en el horizonte de la carretera, una figura vertical asomaba inmóvil. Estábamos a unas 20 millas ya del pueblo. Larry, mientras, soltaba el acelerador del tráiler.
-Parece que hay alguien allí, ¿la veis?
La peor situación del mundo estaba pasando por mi mente a modo de imaginación. La respiración se me paralizaba por momentos y casi podía notar los ataques de ansiedad que querían hacerse mostrar.
-Un autoestopista, seguramente. Hay muchos por estas zonas tan boscosas… Senderistas aficionados… creen que saben lo que hacen y luego acaban en calzoncillos… - hablaba nuestro piloto con un acento un tanto crítico.
Cada vez nos acercamos más hacia esa figura. Desde esta distancia, parecía apreciarse una persona vestida con un chaleco y unos pantalones largos, con un gorro y varios bultos en la cintura. Suponíamos que serían diferentes utensilios de supervivencia. Larry situó el camión por el arcén y conectó las luces de emergencia. Decía que no tenía ganas de parar, pues tenía que llevarnos lo antes posible, pero podía ser alguien que realmente lo necesitara.
-¿Por qué narices está en medio de la carretera? – tocaba la sonora bocina.
Los pájaros salían del interior de los árboles por donde pasábamos. El camión iba cada vez más lento. Las ruedas casi podían salirse del límite de asfalto y la persona seguía de espaldas a nosotros, como si hubiera visto una aparición. Inmutable. Carl, irónicamente blanco, me miraba con sus ojos saltones. Los dos nos temíamos lo peor. Larry bajó la ventanilla. Seguía sin mirarnos, a diezmetros del camión, en medio de la carretera, bajo el quemado codo izquierdo de Larry.
Va bien!! pero yo que soy de leer del tirón los libros, esto de ir poquito a poco me está mantando jajaja
ResponderEliminara ver si posteas pronto la continuación!