28 de Noviembre. Turismo americano.
Rápidamente me vestí, sin hacer maleta ni nada de bulto y salí de la habitación hacia el laboratorio. Por curiosear, fui a ver a las dos personas que vinieron ayer y que, según mi profesor, estaban bastante graves. Y no fue para menos. Pálidos, temblorosos, con la mirada perdida, sudando a mares y a veces con leves convulsiones. El azulado de las venas se mostraba con un pronunciado relieve bajo la palidez de sus pieles. Como si estuviesen saturadas de presión. Alejé rápidamente la vista y cogí el traje especial.
Parte del equipo estaba allí para despedirnos y desear nuestra pronta llegada. Paula se situó delante de mí, se abalanzó con fuerza y me besó de nuevo, lagrimosa, diciéndome que me mataría si no volvía.
Y así, ante la mirada perdida de innumerables ojos, como si de un grupo de personas despidiendo a unos soldados se tratase, nos dimos la vuelta y entramos en la cabina de desinfección para llegar hasta la avioneta, donde nos esperaría el piloto de Carl para partir. Si soy sincero, algo no pintaba bien. Sentía algo. Y no era un estremecimiento en la fuerza, como diría Carl (un friki donde se precie de la Saga). Conocía a mi profesor… y algo me ocultaba. No sé, podía oler cuándo mentía y cuándo decía la verdad. Lo que quiero decir, a grandes rasgos, es que un corte de comunicaciones con el gobierno no produce esas expresiones que tenía el equipo. En fin.
-Bueno, chaval, ¿listo? – me dijo mi amigo antes de salir.
-Listo – contesté echando un último vistazo a los cristales que daban con el laboratorio. Pero Carl… no sé qué pasa, pero no me huele bien.
-Tranquilo, nene, volveremos en menos de lo que te esperas.
Mientras salíamos, la avioneta dejaba caer una compuerta que daba a otra especie de cabina. Entramos sin quitarnos nada y nos sentamos en unas sillas con cinturones.
-“¿Qué ha ocurrido, Carl?” – preguntó una voz por los altavoces.
-¡Llévanos al desierto de Nevada, Joe! – gritaba por el ruido del motor – ¡a la base del ejército!
-“¿Pretendes hacer que este trasto viaje de una vez 2000 millas?” – gritó.
-¡Arréglatelas como puedas, viejo, pero tenemos que llegar!
-“Abrochaos los cinturones entonces, muchachos.¡ Hoy es un buen día para morir!”
La luz roja de colocarse la cincha se encendió, pero parpadeando. Debía estar la bombilla en mal estado. Desde dentro se oía cómo las revoluciones del motor aumentaban, hasta tal forma que parecía que la hélice iba a salir despedida. Las vibraciones se volvían casi insoportables y parecía que no despegaríamos nunca… ¡Joder, odio volar! Más adelante explicaré el porqué de este odio, más que miedo.
Por fin, al cabo de recorrer una gran distancia por la carretera, la avioneta se decidió a dejar de posar sus ruedas sobre el suelo y lentamente nos alejábamos de él.
-¿Qué es este, trasto, Carl?
-Pues una avioneta, Jimmi, ¿qué va a ser?
-No, no, quiero decir… es… rara.
-Por lo visto está diseñada para los bajos vuelos en este tipo de zonas. La cabina del piloto está aislada, tanto del exterior como de este compartimento. El piloto no puede salir hasta llegar a una zona alejada de la afectada, creo. Por eso sólo se comunica por el megáfono. El tío ni siquiera lleva un traje. Hablo ya como tú, ¿eh?
-Entiendo, Dr. Carl… - le dije sarcástico.
El viaje no tuvo demasiadas complicaciones. Dentro del promedio, fue pesado, pero sin historias atrayentes que contar. Paramos alrededor de cinco veces para repostar el aparato. Demasiadas para la prisa que llevábamos.
Al cabo de casi un día entero, entre repostaje, comida y vuelo, llegamos a la zona perteneciente al ejército, situado en Nevada.
-“Señores” – habló Joe – “se están dirigiendo a mi no sé quién coño de la armada contándome historias del tío Sam... Vaya, que nos están diciendo que: o damos la vuelta o nos mandan con nuestras abuelas. ¿¡Dónde coño me habéis traído!?”
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