Diciembre. Aventuras en el aire.
No sé cómo lo conseguimos, pero lo conseguimos. Pocos minutos después de despegar, con total invisibilidad a causa de la ventisca de nieve que nos azotaba, nuestro avión fue interceptado por los radares de las fuerzas armadas. El aparato no dejaba de vibrar por todas partes. Como si el viento tomase forma de látigo y estuviese golpeándolo a conciencia y con descaro. Joe insistía en que nos daría tiempo a hacer lo que quisiéramos, pero en un terreno cercano, pues corríamos el riesgo de ser derribados. Después de todo, éramos criminales aéreos a los ojos del ejército. Así, tras haber evadido la bochornosa tormenta y siguiendo las órdenes tajantes de Joe, descendió el avión en una zona muy cercana al suelo, lo suficientemente alto como para que el paracaídas hiciera su efecto.
-“Poneos el paracaídas y lanzaos. Creo que se acercan un par de aviones de combate. Me seguirán a mí, no a vosotros. Nos veremos en el pueblo que está bajo nosotros. ¡Saltad y no me discutáis, cojones!”
Alcanzada una velocidad relativamente lenta y una altitud baja, las puertas se abrieron. Era nuestro turno. Carl ya tenía el paracaídas puesto. Yo no. ¡Ni de coña, vamos!
-Nene, o saltas con o sin paracaídas. Tú eliges – gritaba tras de mí.
-¡No voy a saltar, Carl. Joder, que aterrice!
-Demasiado tarde, chaval. Tira de la anilla.
Era increíble. Estaba tan nervioso mirando los árboles desplazarse a una velocidad asombrosa que no me di cuenta que mi amigo me había colocado el paracaídas a la espalda. Alzó la pierna y pateó bruscamente la mochila que contenía el tejido de nylon que frenaría mi caída. Como acto reflejo, busqué algo que colgara de una cuerda para tirar de ella. Coño, la anilla. No tenía ni idea de cuál era, pero ciegamente tenté por todas las zonas de mis hombros hasta que di con una tira fina que sujetaba en su extremo una especie de aro de aluminio. Tiré bruscamente, sin miedo a que se rompiera. Pero no pasaba nada. ¡Me iba a matar, joder! ¡Esa cosa no funcionaba! El suelo cada vez estaba más cerca. El estómago se me revolvía. No podía vomitar. ¡Si lo había echado todo! El horizonte no hacía más que dar vueltas. No sé cómo puede haber gente que le guste esto. Pero les admiro. Le gritaba a Carl pidiéndole inútilmente auxilio hasta que algo tiró fuertemente de mi cuerpo y di un frenazo en el aire. El momento de angustia que tuve fue debido al tiempo que tardaba el aire en desplegar el paracaídas. Jodido cobarde.
No lograba manejar la dirección de la lona, de manera que lo dejé todo a mi suerte. Sabía que iba a darme un trompazo contra el suelo, pero al menos podría sobrevivir… esperaba. Una mala posición en la caída podía romperme algo. Pero fue bien. Sólo unos rasguños en las palmas de las manos. Me quité la mochila con relativa calma al principio. No hallaba la forma de hacerlo. Coño. No tenía que ser tan difícil. Busqué los cierres. Estaban por detrás. No llegaba. Casi quité uno, pero se volvió a enganchar. ¿Relativa calma? ¡A la mierda! Tiré con todas mis fuerzas y logré rasgar un cierre. A saber de qué año era. Sólo digo que la forma que tenía la tela era redonda, y no rectangular como las que ‘antiguamente’ se usaban…
Carl no tuvo la misma suerte. Sus voces se podían oír por la parte más espesa del bosque. “¡Eeeeh! ¡Eeeeh! ¡Nene!” era básicamente lo que se oía. Fui hacia las voces y allí estaba: colgando de un árbol a unos cinco metros del suelo con los brazos cruzados.
-Tio, yo debería haber caído donde tú y tú donde yo, joder. ¡Bájame de aquí!
A esta velocidad me voy a pillar a mí mismo. Voy a tener que escribir más rápido por otro lado! jeje
ResponderEliminarSí, a ver si así te motivas más y escribes más! jaja
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